No puedo evitarlo. El aroma del grano sin moler en la madrugada sabe mejor en un mundo sin movimiento que se pierde el espectáculo de ver cómo muere la noche con el color del sol. Bajo con la intención de tomarme una taza de café contra la ventana mientras espero que el sol, que a esta hora tornasola todo de amarillos, provoque que mi mañana salpique chispas entre tanta luz fría. Esas mismas chispas que creamos cuando me acompañas alguna mañana de frío de invierno. Me abrigo los pies con pantuflas y entonces le dejo notar un poco más mi espalda al invierno, que me obliga a esconderme en mi taza de café. Miro por la ventana la calle muerta y me entrego a pensar cuán fuerte me es observar tu imagen viviente de hombre solo. Tu imagen relacionándose, de alguna estúpida manera, con tu cotidiano. Supongo que el no poder dejar de pensarte sabe un poco más que a locura demencial. En ese segundo de virgen sorbo de café se me ocurre evocarte, solo para lastimar tu soledad inerte. Hacerte presente porque sé cuánto te gusta hacer que odias mi compañía. Entonces aceptás esa contradicción por el mero desafío entrar en la acción de desafiarme. Aceptás, venís y te sentás conmigo. Bien. Estoy bien. No, no me pasa nada. Recién me levanto. Te preparo un café. Con canela. Mirás cómo te preparo el café que nunca quisiste probar aunque sabías de mi maestría en desayunos. El olor del grano deshecho en polvo de café me deshoja, me vulnera, y me provoca regalarte el color negro de la tasa que brilla con el color del sol encendido. Ese sol que obliga a nuestro escenario a arder con más fuerza. Está todo bien. Acomodate. Dulce te lo preparo. Te dejás llevar y el calor te ablanda. Mirás la taza con desconfianza por miedo a tomar algo tan mío que te provoque nuevamente la adicción, por eso veo en tu mirada que te reprimís y hacés que no te gusta para que yo no te pueda ver. Ah, sí, tomo todo dulce. Entonces te endulzo la taza aún más, esta vez con tus segundos de impaciencia que me hacen estallar casi con demencia, llevándome al inicio de esta locura. Te cuento de algunas trivialidades de la semana mientras miro cómo elegís entre los brillos de mis ojos. Sé que te gusta cuando sonrío. Elegí, el que más te guste. No quiero que después me reproches la debilidad de mis lágrimas que registran imágenes y sonidos de alguna noche compartida juntos. O de esta. Alguna noche donde perdimos la decencia y la idea de lo mismo. O de esta. Probá el café que se te enfría. No. No te apuro, pero algo recalentado no tiene el sabor del primer sorbo. Pero eso es mucho y te asustás. Te alejás de la ventana y del calor y te escapás por el pasillo vacío de ondas de aire y de sonido, mientras yo me quedo mirándote a vos y a tu taza llena sin probar a diferencia de la mía que tiene la forma de mis labios, impregnados en su borde de cerámica barnizada. Y entonces mi voz salta desde la habitación hasta tu espacio desnudo llamándote para que vuelvas. ¿Me escuchás? Parece que sí porque te das vuelta y te arrepentís porque me extrañas. Ya sé, no me tenés que explicar, lo sé antes de que lo hagas. Volvés, y me regalás la incompatibilidad de nuestros tiempos. Probás el primer trago de mi café y veo cómo te pega, como con efecto doppler, retrasado, pero potenciado por la misma fuerza de la velocidad de aquella caricia que nos llevó ser vértice de sueños, aquella noche que cada uno fue la droga del otro. Y te miro mientras tomás de nuevo de la taza de café caliente, con un movimiento lento que pareciera conservar el recuerdo de mi ser que ha desaparecido. No me fuí. Acá estoy, por eso te invité. Sabía que vos ibas a aceptar. Entonces me buscas porque sentís cómo te vuelven las ganas de probar el silencio violado con violencia por una canción nuestra. Y desplegás parte de tu demencia ágil de recursos para alcanzarme. No me mires así. No me cantes una canción que después pensás olvidar. Y en tu intento torpe de abrazarme, tirás la taza de café y me quemás. ¡Duele! La taza se deshace en astillas y me ves quebrar. Dejá, fue un accidente. Veo cómo mi sentimentalismo por la muerte de algo inerte te provoca y entonces hacés regresar las mismas represiones que sentimos en alguna sala de cine, esa vez que nos mezclamos con las angustias de la película y las ansiedades neuróticas de los personajes. No. No me dolió. Estoy bien. Y dejá, yo limpio. Te hago otro café si querés. En ese momento te asustás por tu torpeza y entonces me separás como intentando explicar. Me ofrecés a cambio, guardar en mis cajones el sonido de los truenos sordos de las burbujas, para que los use para meterme en alguna de tus locuras. Yo no tengo nada para darte. En realidad no me queda nada para darte. Yo en cambio, y sólo por las dudas, te envuelvo sonidos ajenos a tu mundo para que te transpoles a mi fuego latente alimentado no solo de carne y de sangre, pero de vida. Pero eso lo querés ya. Entonces me mirás acomodar los pedazos de cerámica sangrantes de café y caminás a la ventana. Y te apoyás contra el vidrio para sentir el calor del sol que sabes tanto me gusta. Me mirás, me llamás para sentir juntos el calor del vidrio y me pedís que deje tu taza rota en el piso. Está bien. Después levanto. Extasiate con el aroma del café pegado al piso. Me siento junto a vos y me regalás palabras en imágenes que nos hacen sentir mejor. Nos reímos de nuestra estupidez y sonreímos mientras tus dedos se deslizan. Y el aroma del café... De a poco... Se nos mete debajo de la piel... Y yo tiemblo... Al sentir... Que estás en mi sol y en mi luna... En mis días... En mi boca... En mis ojos... En mis manos... Transformándonos en cíclopes... Que sienten pececitos en la panza... Invintándome a ser... Como los personajes... De algún libro que leímos... Y ya nada nos importa... Ni tu indiferencia a venir... Ni tus ganas de quedarte. Menos, menos, menos, menos. Entonces... Todo nos lleva nuevamente... A que bailemos como un sonido sin forma en el piso mientras la luz que se filtra por la ventana se posa sobre nuestras manos empapadas mientras uno al otro nos vamos deshojando hasta el momento en donde la señal del tiempo se nos hace nula en ese juego de palabras ausentes y mientras las manos se multiplican y el aliento se hace uno justo en el momento en el cual nuestros movimientos eligen contradecirse el uno al otro, cada vez más y más y más y más y más y más y más y más y más...... Hasta hacer explotar el sonido del ambiente. Y nos gusta. Me mirás con tus ojos cansados y sentimos la transpiración de nuestros cuerpos. Me acariciás, y suspirás lento mientras me contenés y preguntas cómo estoy. Estúpida mujer que soy, te sonrío porque siento que esa es la mejor respuesta. Pero igual me entendés, porque es la misma respuesta que me podés dar. Casi temblando, guardás el reflejo de tus pupilas en mi mirada y por miedo a perderme me sostenés la mano. Aunque ves en mis ojos el grito del dolor. ¿Qué pasa? Aún me duele la mano por el café que volcaste. No, no te reprocho, te estoy pidiendo que me abraces. ¿Cómo pudiste? ¡No! No quiero tu costado. Al final te convencés que no hay más colores que los del arco iris cotidiano. No podés disfrutar un segundo de la paleta de colores que acabamos de inventar. No es cierto. No puede ser cierto. Porqué te me volvés tóxico. Tan tóxico... Una vez más te enojás, te escapás y entonces te vas de este momento compartido sin palabras, sin decirme cómo, provocando que el sol de mi mañana se apague, que mi café se quede amargo y que yo ya no tenga ganas de hablar. Y entonces vuelvo a desear el instante del inicio mientras le doy la espalda al invierno y miro por la ventana cómo florece el duraznero partido por la mitad ya sin tanto perfume, colores o contrastes. Y entonces no me acuerdo porqué te invité en un primer momento. No me acuerdo porque elegí el café como una excusa. Pienso... ¡Ah! Sí. Quería compartir una vez más el momento de mis fotos desenfocadas. Porque sabía (supe incluso antes de sacarlas) que eran la expresión de lo que tu inútil sentido para la imagen hubiese querido crear. Me duele la mano todavía. Por tu culpa me duele la mano. Pero igual las busqué y te las tiré sobre el piso para que las vieras. Qué tonta, pero si no estás para explicarte que en una quise sacar un árbol y se me terminó quedando el sol, tres rayitos de sol de blanco dorado, radiales, que salen del sol y se extienden hasta tocar un objeto (tu taza de café) y ahí encima terminan, prediciendo nuestras ausencias muertas. Se mueren. Mirá: acá están. Para nosotros. Para nuestra figura infinita. Ahora muerta. Esto está yendo demasiado lejos. El frío envuelve las calles pintadas con mi sol, mientras mi café huele a las hojas caídas por culpa del otoño. Igual vos no detenés. Te dejo tu taza deshecha para que veas que entre el café disperso en el piso, solo vuela una mosca.