4.9.07

Sexta escencia

La suya era una charla de miradas: entre los dos se contaron miles de cuerpos y se narraron sonrisas sumergidas en su charla viva en el espacio. En él la luna vibraba de emoción. Mientras, ella se hacía la dormida escuchando cómo su cuento la acariciaba con el aliento y las palabras de sus ojos. Juntos escucharon las miradas dulces que expresaron lo que las palabras no supieron. Siempre en sus ojos, sin decir nada, susurrando infinitas historias que él disfrutaba contarle a ella. Y ella nunca cayó en la fatiga de escuchar sus cuentos de miradas recíprocas, sin espera, sin consuelo, sin pena. Juntos escucharon el cuento del viento sin saber dónde mirar. Solo se miraron a los ojos, ignorando guerras, teléfonos y cómo morir.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pero después, las miradas se cansan. Los ojos no alcanzan a ver, las historias se van por caminos y canciones que son parte de una esencia séptima, octava y primera. Acostumbrada, acorralada, extraviada en un mundo que piensa y dice que en los ojos pasa todo, pero que no cuenta una verdad que sólo los afortunados pueden saber: los ojos no ven nada, las miradas son sólo invitación. Porque cuando entrás en sus ojos, en sus susurros callados e historias silenciosas, el mundo de las miradas queda atrás, se queda chico, no alcanza y te deja con hambre. Los ojos son las ventanas del alma, pero la piel es sus paredes, las que se empapelan y se pintan y se adornan y se arruinan y se marcan con el paso de la vida, que las choca, las cambia, las tira y las levanta. La suya era una charla de miradas, una invitación desatendida, el primer paso a la charla de las caricias. Una charla de madre e hijo, de amigo y compadre, de amantes y juguetones. Por ahí se van las historias, por el camino de los dedos, por ese que ni los ojos de la mente pueden ver, porque solo se puede cruzar si cerrás los ojos y caminás, si sabés, más de lo que nunca supiste nada, que no hay obstáculos adelante, que si abrís los ojos el final se escapa por curvas de sombra. Y es ese el momento sublime, en el que los ojos son cosa del mundo de esos, los que no saben hablar, donde el momento es eterno y es una sombra con una luz que se enciende en tu pelo, en tu pecho, en tu espalda, en tus labios, con la punta de unos dedos que no querés ver.
Y así, en el pasto o la baldosa, con ojos cerrados y oídos sordos, todo es caricia, caricia de tramas, de historias y de fantasías que van a terminar, que no se pueden terminar.
Y entonces, la charla de las caricias a veces se acaba. Porque la historia de él se junta con la de ella, porque son dedos que se rozan y que hablan y hablan y hablan y tejen redes que no se pueden recorrer. Entonces, se acuerdan de los oídos, pero no de la palabra fea, la palabra de la gente que no dice nada. Se acuerdan lo que los ojos y las manos quieren decir, siempre, que te quiero y me querés y no hay otra cosa, que a veces, gemir, es mejor.