24.8.07

Baudelaire y Mandarina

Sin tierra, sin suelo, sin nada, a la deriva en un lugar lleno de calles y de personas caminando por una calle cualquiera, desapareciendo y volviéndose a encontrar dos calles más arriba, con otros edificios observando otro sol y otra luna oculta, él dejó de sonreír cuando ya no pudo acordarse de su pueblo de calles curiosas para caminar ante los espejos en un enigma de luces.

Ya no pudo acordarse de los nombres de las calles, aunque sabía que musicalizaban algo así como “Soldadito de Plomo” y “Abracadabra”. Pero no los nombres exactos, ni los olores, ni los recuerdos porque en esta ciudad los nombres de las calles se le volvían rutina. Tampoco las manos de truco o embidos mentidos, las horas de mate amargo, las tardes que morían sobre las calles “Baudelaire y Mandarina”. En esas esquinas se había acostumbrado a encender la radio para sentir que estaba en su país con todas sus historias reales: la abuela, el olor a sopa en las paredes de la casa vieja, las nubes pulcras, el color del sol. Pero ahora, entre tantos edificios, baldosas, árboles pelados, más gente, más autos, más nada, él ya no pudo fabricarse mundos porque estos se le diluían como sueños. En la ciudad, su demencia se fundió con su ironía y de la secuencia de la charla salió menos que una reflexión. O, al menos, eso parece.

De cualquier modo que intentase, había sido digerido por el ritmo, por las historias copiadas en vez de reales, por el puterío de la ciudad. A él se le hizo imposible evitar sentirse vacío, diminuto y viejo entre los colectivos-monstruo que corrían por las avenidas mientras escupían su humo negro sobre la barba de los viejos. Fue allí, frente a la dama gris que bostezaba exhalando aliento a cigarrillo, cuando se dio cuenta que había perdido toda disposición para saturarse de los fantasmas de esa mañana. Se angustiaba por la gente que divagaba por las calles sin mirar para arriba o para abajo, solo para adelante mientras su vida avanza con bullicio, a ritmo de negocio, en forma de círculo.

Y así él caminó mientras todos caminaban. Sólo tenía que caminar. Unas cuantas calles para cruzarse con los chicos vomitados de las escuelas. Un giro a la izquierda para ver a las madres tocando bocina en doble fila, un giro a la derecha para ver el robo de un carterista, unas cuadras atrás, en el centro, para ver la resignación de los trabajadores. Arriba de él, el smog, la rapidez, el olor a comida de la calle, la niebla. Poco a poco, se fue ahogando y dejándose llevar hasta que su piel se llenó de olor a asfalto. En la ciudad aprendió, como todos, a mentir, coquetear, fingir, hacer sexo pero teniendo ropa puesta, olvidándose de cómo reírse de los que se pintan de oro y no tocan la tierra, de cómo era sentir su mente fría y el cuerpo caliente.

Era tanto el ruido, que ya no podía ni escuchar el canto de los árboles de la cuadra en la que estaba. Menos aún, pudo ya recordar el reflejo de la esquina redonda en la que alguna vez vivió. Entonces él fue aceptando el haberse dejado engañar por el escándalo y por la indignación (porque esa era ahora su reflexión sobre el dolor, sobre la culpa, sobre la soledad).

Finalmente, en una bocanada de humo se dejó perder en sus delirios prefiriendo esa (su) realidad antes que la de esa ciudad. Así pudo, tan solo dos calles más arriba, confundirse con ese (su otro) mundo para sentir que se veía (y volvía a) nacer sin esperar pronto esa otra muerte, esa otra bocanada y esa otra calle. Después de todo, al fin entendía que en cuerpo se hacía más flexibles, acoplándose a los caprichos del placer. No estaba apurado por no llegar, sino por escaparse de todos esos ojos expectantes, de él en ese mismo mundo.

En todo esto… en él… en nosotros… ¿A dónde vamos? A donde sea. Al momento antes del salto, al costado de las casas, los parques, las plazas, los teatros. Despierta, con otros ojos, no distintos. Otros, fijos, por un momento.

Aceptalo. Mi demencia y tu ironía se acercan con ternura porque de verdad estamos locos de seducción, prefiriendo nuestra soledad y silencio, la ausencia de razonamiento, nuestra demencia incurable. Esto es, para nosotros, lo que alimenta nuestro diálogo esporádico que llega hasta el final sin derrumbarse.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La aventura de ir "al centro" para quienes habitamos barrios grises y periféricos es lo que me hizo acordar este relato lleno de ruidos y repentinas sorpresas mundanas.
De vez en cuando observo una imagen fotográfica que conservo, y allí me veo, con guardapolvos rojo, bolsito de igual tonalidad y con apenas 4 años de edad, presto para ir a guardería. Y yo allí, posando, en la calle de mi cuadra, con árboles pelados, veredas solitarias y una tranquilidad que nunca más volví a sentir.

Maximiliano dijo...

El escape de la historias copiadas, la huida hacia las esquinas redondas, el resguardo alejado para la busqueda de lo propio. Y, en continuado, otra vez presente la fuga. Beso!